domingo, 16 de febrero de 2014

A Christmas Carol: "Leche de Almendras"

Su mano era fuerte y sólida, gruesas arrugas surcaban sus dedos, pero aún así mantenía cuidadosamente arregladas y pintadas sus uñas color escarlata.
Mi hermano empujaba la silla mientras ambos paseábamos por los jardines, un espacio de libertad dentro de aquel recinto, morada del olvido y de la muerte.
Era el último domingo de Adviento y Fran y yo pasaríamos las navidades fuera de casa por primera vez pero no sin antes compartir aquel último domingo con nuestra abuela. Ella, que nos había sorprendido con panderetas y belenes minuciosamente decorados. Ella que inventaba villancicos que luego entonábamos en su coro siempre con la mirada fija en el Niño Jesús. Ella había sido siempre el alma de la fiesta, la única capaz de acercarnos a Él y al verdadero significado de la navidad.
Habían pasado varios años y su voz ya no entonaba como antaño, pero esa chispa en su mirada seguía aún encendida sin importar el hecho de que ella misma lo recordara.
Hacía tres años que mi abuela había perdido la voz y desde hacía uno a penas nos reconocía, pero sabíamos que aún no se había marchado y decidimos hacer esa navidad aún más especial.
Eran casi las siete y el sol comenzaba a desaparecer, habíamos pedido permiso a la residencia para pasar la tarde con ella y estaba todo preparado. Sabíamos por los informes que los enfermos de alzhéimer respondían mucho mejor a estímulos visuales por lo que horas antes habíamos colocado un millar de lucecitas adornando los árboles de una zona más apartada del jardín y nos las habíamos apañado para alquilar por una noche las figuras de un belén gigante que permanecería oculto hasta la media noche. Justo en frente habíamos colocado la mesa anaranjada con sus sillas plegables que mi abuela acostumbraba a llevar a toda excursión campestre. Dos velas y un centro de mesa completaban aquel improvisado banquete.
Procuramos que todo fuera de colores fuertes y el resultado fue inmediato: nada más verlo, mi abuela abrió de par en par sus ojos color miel y las luces quedaron sutilmente reflejadas en sus pupilas.
Para la cena habíamos desterrado toda opción que requiriese cuchillo y tenedor y en lugar de champagne llenamos las copas con zumo de manzana.
Como primer plato, segundo y postre preparamos su leche de almendras: “un pedacito de pan, tres vasos de leche y un mordisquito de pasta de almendra”.
Cada navidad repetíamos esos pasos y disfrutábamos juntos del resultado; esta vez no iba a ser menos.
Sobre las diez llamamos a su enfermero que nos ayudó a darle de cenar y supervisó cuidadosamente que todo estaba en orden.
El resto de la velada la ocupamos narrándole a mi abuela cada una de las navidades ya pasadas y sus respectivas anécdotas, como hacíamos con la familia cada Nochebuena una vez acabada la cena. Fran y yo fuimos contándole una a una esas escenas familiares que a ella tanto le habrían gustado recordar. Mi abuela nos observaba desde su silla sin decir palabra, pero muy de vez en cuando podíamos notar en su rostro una pizca de añoranza, o nostalgia tal vez.
Alrededor de las doce menos cuarto deberíamos llevar a mi abuela hacia el belén que cubría la lona, pero sobre las once y media una pequeña luz empezó a lucir en el horizonte del jardín, poco después una hilera de pastorcillos y pastorcillas nos animaban a seguirles en su camino hacia el Mesías. Mi abuela estaba boquiabierta; Fran y yo por nuestra parte algo desconcertados ya que eso no estaba contratado y nos habían asegurado que el gran belén era de mentira. Pero aquellas personas eran de carne y hueso y por debajo de sus disfraces se asomaba una bata blanca.
Una de las “pastorcillas” ayudó a mi abuela con la silla y la encaminó hacia el interior del jardín, mientras era seguida por todos los demás. Fran y yo decidimos unirnos a esa extraña
procesión. No pasaron muchos minutos hasta que uno de los pastores se nos acercó por detrás y nos afirmó ser parte del equipo de enfermeros de la residencia que tras conocer nuestra historia del belén gigante habían decidido participar en aquella causa tan noble.
Como el recinto era pequeño, no fue largo el camino y minutos después llegamos a lo que parecía una pequeña cabaña. Los enfermeros-pastores nos alentaron a entrar y mi abuela fue la primera que accedió. Cuando Fran y yo conseguimos entrar en aquel reducido espacio encontramos una escena increíble: una mujer vestida de azul se inclinaba entre pajas sobre un pequeño bebé que gimoteaba y miraba con asombro a su padre, un hombre alto y fornido que se apoyaba sobre un bastón de madera. Me acerqué un poco más a mi abuela, situada en primera fila a los pies del Niño y pude reconocer con toda claridad el bigote del director de la residencia que poco se disimulaba bajo aquella túnica marrón y las zapatillas blancas de la enfermera que susurraba al pequeño bebé que no hacía más que berrear.
Mi abuela presa de la emoción del momento no pudo detectar aquellos detalles; simplemente alargó las manos desde su silla en dirección al bebé y la “Virgen María” lo colocó entre sus brazos. Mi abuela con adoración y delicadeza infinitas besó al Niño en la frente y se lo devolvió a su Madre. En ese momento vi a Fran abriéndose paso entre la multitud y colocarse al otro lado de la silla de ruedas. Pero mis ojos solo podían observar a mi querida abuela: ojos brillantes por la emoción y manos juntas en lo que podría ser un acto de oración. Me acerqué para darle un suave beso en su mejilla y pequeñas gotas de agua comenzaron a surcarle el rostro pero sus ojos permanecían abiertos de par en par. Rápidamente su mano buscó la mía y la de su nieto y las apretó con cariño, Fran y yo nos miramos entre lágrimas y abrazamos a mi abuela hasta que uno de los “pastorcillos” nos invitó a salir de allí ya que era hora de regresar a la residencia.
Puede que una terrible enfermedad nos arrebate todos nuestros recuerdos, pero había dos cosas que mi abuela nunca olvidaría: su amor incondicional por Dios y el sabor de la leche de almendras.

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